Paul Watzlawick, filósofo y psicoterapeuta familiar norteamericano, contaba en su libro «¿Es real la realidad?»[1] un emblemático caso de conflicto cultural ocurrido en Inglaterra al finalizar la segunda guerra mundial. Un importante destacamento de soldados norteamericanos, en camino de retorno a casa, tuvo que estacionarse varias semanas en Londres en espera de su portaviones. Tiempo suficientemente largo como para posibilitar el surgimiento de numerosas relaciones amorosas entre la tropa en tránsito y jóvenes inglesas fascinadas con la presencia de los militares victoriosos.
Lo que registra la historia, dice Watzlawick, es que la mayoría de estos vínculos terminaron en amargas frustraciones debido a insólitas discrepancias sobre el lugar y la función del beso en el proceso de la relación. Mientras para los norteamericanos besarse era natural desde los primeros tramos y no implicaba mayor compromiso, para las muchachas londinenses el beso era preludio de un encuentro sexual y debía aparecer recién en una fase más avanzada. Luego, a los tempranos intentos de los soldados por lograr un beso, se sucedían dos tipos de respuesta igualmente desconcertantes: las chicas los abofeteaban sin contemplaciones… o empezaban a desvestirse.
Moraleja: un beso es un beso en cualquier lugar del mundo, pero no significa siempre lo mismo.
Algo parecido, aunque menos romántico, puede empezar a ocurrir con el concepto de capacitación docente, anunciado oficialmente como el siguiente paso lógico a la evaluación censal aplicada a los maestros el pasado ocho de enero y mencionado muchas veces en los medios de prensa como la gran solución a las graves deficiencias en los aprendizajes que exhibe penosamente la educación nacional. Las lecciones aprendidas de la experiencia internacional –a costos muy altos para cada país por lo general- indican que los maestros necesitan oportunidades para mejorar sobre todo su desempeño en el aula.
La masificación de la educación básica producida en la segunda mitad del siglo XX transformó el salón de clases de manera tan drástica que los viejos esquemas de la docencia, centrados en la transmisión reposada, dosificada y sistemática de conocimientos a grupos reducidos y culturalmente homogéneos, provenientes de una misma clase social, se hicieron añicos. De entonces para acá, sin embargo, pese a su reiterado y evidente fracaso, las formas de enseñar no se han renovado en lo esencial y la docencia se ejerce haciendo olímpica abstracción de la diversidad cultural, de la condición social, de las diferencias individuales de aptitud, saberes e intereses, así como de temperamento y sensibilidad.
Enseñar con éxito supone conseguir que el grupo aprenda. Pero hacer esto en un aula heterogénea, más aún si lo que hay que aprender hoy es más complejo que ayer, exige ciertas habilidades de desempeño, es decir, de interacción, observación, retroalimentación, decodificación de códigos y lenguajes diversos, de diálogo y concertación, motivación y desafío, que no las necesitaban antes quienes ejercían la docencia como una simple exposición oral de sus conocimientos.No obstante, a propósito del beso, el sentido común de buena parte de docentes, de padres de familia y de un sector no desdeñable de la comunidad universitaria, tenazmente discursiva y frontal en sus estilos de enseñanza, camina en sentido contrario.
Es decir, siguen asociando capacitación docente principalmente al dominio especializado de los contenidos de una disciplina científica. De manera secundaria y complementaria, con el manejo instrumental de ciertas técnicas y métodos que aseguren una transmisión más eficaz de la información. El desempeño en el aula no les preocupa porque siguen partiendo de una premisa que en la pasada década del 50 era una tremenda obviedad: los alumnos, no importa lo distintos que sean entre sí, son sólo sujetos pasivos cuyo rol es escuchar, preguntar y anotar en silencio las enseñanzas de su maestro.
Así, cuando alguien diga «capacitación docente» unos pensarán «claro, oportunidades para mejorar capacidades de desempeño pedagógico en grupos heterogéneos» y otros dirán «claro, oportunidades para mejorar el dominio de los contenidos disciplinares del currículo». Pero no es el único conflicto de sentido que presenciaremos en estos días. La experiencia internacional también indica que la efectividad de una capacitación aumenta cuando se dirige no a maestros individuales sino al equipo de docentes que forman parte de un mismo centro educativo, lo que da la ventaja de aprender de manera colaborativa y de partir del análisis de las fortalezas y debilidades de la propia práctica al interior de la institución.
Para el viejo sentido común, sin embargo, toda experiencia formativa está dirigida a individuos, no a grupos, y cada cual debe responder por sí mismo. Igual que en el colegio.Además, en el marco de la UNESCO, países de los cinco continentes han firmado numerosas declaraciones públicas en las que destacan coincidentemente la necesidad de preparar a los docentes para enseñar a pensar, a producir ideas creativas, a resolver problemas y lograr objetivos en circunstancias diversas, de manera cooperativa y responsable. El viejo sentido común señala, sin embargo, tercamente, que el docente debe preparase para transmitir conocimientos, asumiendo que el recuerdo fidedigno de los mismos es la mejor señal de que aprendieron.
Muchos estudios coinciden, así mismo, en que el logro de aprendizajes es mayor cuando se conjugan un conjunto de factores que comprometen a toda la institución escolar, incluyendo la gestión del director, y no sólo cuando el profesor es bueno o el alumno estudioso. Mal que nos pese, en el sentido común de la mayoría prevalece la vieja idea de que el éxito académico depende del esfuerzo individual, que el fracaso es responsabilidad del alumno o de sus padres y de que la escuela como institución no tiene, en absoluto, ninguna vela en ese entierro.
Si las políticas educativas se diseñaran siempre basándose en la experiencia y en las evidencias aportadas por la investigación, la capacitación de maestros debería significar mejorar su desempeño pedagógico en contextos diversos, lo que no excluye mejorar su dominio del currículo, tener a los equipos de las escuelas como sujetos participantes, partir del análisis de la propia práctica docente y formar las habilidades que se necesitan para enseñar a pensar con cabeza propia. Pero el viejo sentido común dirá, por el contrario, que capacitar maestros es aumentar sus conocimientos disciplinarios, que debe dirigirse a individuos, partir del análisis de las proposiciones de la ciencia y preparar al profesor, en todo caso, para que sus alumnos retengan mejor la información que les entregan en clase.
Muchas posturas se basan en creencias asumidas como obvias y que, por tanto, nadie siente necesario discutirlas. Como diría Maturana, son las premisas del conocer. Y estas creencias, como la psicología social lo demuestra, pueden estar basadas a su vez en prejuicios, en preferencias, en información errónea, en experiencias precedentes no suficientemente discernidas, en suposiciones no demostradas, en temores, en un conocimiento parcial de las cosas.
Es lo que ocurre, por ejemplo, con la manera de criar del padre y de la madre, que responden a tradiciones familiares distintas y que son portadoras, cada una, de creencias, costumbres y manías incuestionables, a lo mejor contrapuestas y no pocas veces irreconciliables. Es lo que ocurre con el significado del beso, con el sentido de la maternidad, de la infancia o de «portarse bien»… la lista es interminable.
En educación existe también, faltaba más, un conjunto de creencias que se han vuelto sentido común y que sostienen o explican formas de actuar, de enseñar, de organizar y gestionar una escuela, que las políticas educativas o los mandatos de la propia Ley de educación no logran cambiar. Porque parten de premisas distintas, que entran silenciosamente en conflicto con el sentido común de los maestros, los directores, los padres o los propios funcionarios encargados de ponerlas en práctica. Premisas que nadie evidencia ni discute nunca, dando por sentado –ingenua o convenientemente- que hablamos de las mismas cosas.
La capacitación docente, como el beso, quién lo duda, está en la lista de las experiencias consideradas indispensables en la vida. Pero no basta la decisión de realizarla y el saber organizarla con pulcritud administrativa, dando por obvio que todos estamos entendiendo lo mismo cuando decimos «capacitación» o de que cualquier capacitación es mejor que ninguna. Urge acordar significados, ya que ignorar los conflictos de sentido puede ser fatal. Sólo que el riesgo en este caso no reside, como en la historia de Watzlawick, en la posibilidad de un bofetón o de que alguien se empiece a desnudar repentinamente -si acaso eso es un riesgo- sino en tirar por el caño dinero público, legítimos anhelos docentes de superación profesional y, de paso, enormes expectativas ciudadanas.
[1] Watzlawick, Paul (1994). ¿Es real la realidad? Confusión, desinformación, comunicación. Editorial Herder S.A.
Publicado por (c) Luis Guerrero Ortiz.
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